¡Oh, Ludwig van Beethoven, tu Quinta Sinfonía.!
¡Cuatro acordes vigorosos!¡ un silencio abismal y otros cuatro acordes...! Toda la maravilla de la música me anegó de pies a cabeza, con la dulzura que pusiste en ella.
Tempestuosa, desafiante, vertiginosa, en suspiros de violines, violoncelos, contrabajos y obóes...
Radiante música con la que tu alma exorcizó el aliento divino.
Si tus oídos no escuchaban, ¿cómo la creaste, sino con tu alma en el Verbo inspirada?
Enérgica, intrépida, avasallante, en ondas centrípetas me hizo suya para inmortalizarme en el asombro.
Como grano de uva, me despojó del racimo de mi cuerpo, para gozarte en soledad interior, entregada.
Halagaste insondable sensibilidad auditiva, anestesiada: elevaste la adrenalina rebosante y colmaste de paz al corazón dormido.
Cerré los ojos para verte mejor con mi espíritu, tal como pintado por Rodin, que en su relato dijo: “...exuberante cabellera de león, ojos inteligentes de fuerte mirada, ensoñados movimientos, como si volaras entre nubes, gozando íntimamente la inspiración: esa que en l893, en un cuaderno de apuntes bosquejaste en do menor, con secuencia sobre la base del esquema de tres negras y una blanca con puntillo; y en lo alto de la página titulaste “LA QUINTA SINFONIA”...”
¡Y te vi! consubstanciado con cada nota, tal como si las tuvieras encarnadas y te costara desprenderte de ellas, con emoción.
Remolinos de infantes recuerdos atenazaron mi garganta cuando evoqué a mi abuelo, egregia imagen musical de la familia, que imprimió en nosotros, con ternura inolvidable y sonrisa en sus labios, tu desenfrenado ritmo de corceles andante y alegro; megáfono mediante, en la galería de mosaicos blancos y negros de su casona. ¡Como uva, exudé mis lágrimas! Y en el desgarrante epílogo, inmóvil y absorta, en el silencio del instante vacío, supe una vez más, que sin vos... ¡ Estoy muerta en vida!